Pocas cosas nos influyen emocionalmente tanto como los colores del entorno que nos rodea, que repercuten en el estado de ánimo por razones físicas y también psicológicas. La herencia cultural sobre la percepción de los diferentes tonos, las experiencias individuales que asociamos a cada uno de ellos y los cambios de tendencias por cuestiones adaptativas hacen que cada individuo viva las variedades cromáticas de forma distinta.
No siente lo mismo ante el color negro un joven gótico que un activista afroamericano del Black Power o alguien que va de luto a un entierro. Además, su significado tampoco es permanente: hasta que la reina Victoria de Inglaterra puso de moda casarse de blanco, las novias europeas iban al altar de rojo, de dorado o incluso con traje oscuro.
El psicólogo evolutivo británico Nicholas Humphrey llevó a cabo un experimento con monos enjaulados donde demostraba que la luz azul les segaba. Otras investigaciones corroboran el poder calmante de este color, ante el cual, por ejemplo, los bebés de dos semanas se quedan quietos con más facilidad, pero seguro que un marinero que ha sufrido un naufragio no lo relaciona precisamente con la tranquilidad.
Por su parte, en el estudio de Humphrey el tono relacionado con la hiperactivación negativa era el rojo, que los monos evitaban por todos los medios. Podemos suponer que hay una connotación que lo asocia con la sangre.
Sin embargo, en el test de Lüscher –una prueba para calibrar el estado psicofísico de un paciente según los colores que elige–, el encarnado se considera la expresión de la fuerza vital. Y en un reciente experimento de la Universidad de Manchester, los participantes que estaban en buena forma emocional tendían a elegir como color para definir su ánimo alegre el amarillo, que a veces se asocia con el desasosiego y la mala suerte, y que en el mundo del teatro se considera tabú.
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